María Cortijo
Martínez, natural de Villamartín, nació el 2 de marzo de 1904. Casada con José
Borrego Melgar, tuvo once hijos aunque dos fallecieron a corta edad. La familia
residió en Villamartín en varias calles: Consolación, San Juan de Dios, Nueva y
finalmente en la calle Salinera, donde el matrimonio pasó sus últimos años.
María fue muy conocida y apreciada en todas ellas ya que las puertas de «La
Cortija», como era llamada cariñosamente, siempre estaban abiertas para todos.
De cuerpo
frágil pero de vigoroso carácter, fue una verdadera emprendedora que luchó por
sobrevivir y sacar adelante a su numerosa familia. Poco es lo que recordamos ya
de su ajetreada actividad siendo lo más relevante lo vivido en la posguerra.
En «los años
de la jambre», como se le ha llamado
durante mucho tiempo a la década de los cuarenta, agobiada por las vicisitudes
por las que pasaba su casa, no dudó en introducirse activamente en el mundillo
del estraperlo. El marido, zapatero en una empresa local, también pasaba la
mayor parte del día fuera del hogar. Por ello y porque en aquellos tiempos las
labores domésticas estaban exclusivamente reservadas a las mujeres, María, muy
a pesar suyo, se veía obligada a viajar dejando al frente de su casa a
Francisca, su única hija y mayor de todos los hermanos, que por aquel entonces
contaba con doce o trece años.
El estraperlo,
una mera necesidad. Un fenómeno social de la época de la posguerra que
consistía en comprar género para venderlo después algo más caro. Según lo que
se lee de aquella época, la mala fama del estraperlo radica en que muchos, que
no lo necesitaban precisamente para comer y revendían a elevados precios,
llegaron a almacenar grandes fortunas a costa de la penuria de la gente. Estos
estraperlistas contaban con un poder adquisitivo que le permitía ofrecer buenos
regalos a funcionarios corruptos y así no ser perseguidos y, además, adquirir
más cantidad y variedad de alimentos por lo cual sus ganancias eran cada vez
más elevadas.
Pero existió
otro estraperlo. El de las estraperlistas. Es decir, el de las mujeres pobres
como «La Cortija». Ella comerciaba con pequeñas cantidades, las que podía
permitirse comprar y transportar ya que debía cargar con los bultos de aquí
para allá y, en muchísimas ocasiones, esconderlos como podía. Lo arriesgaba
todo, pero gracias a este tipo de comercio, también llegaban alimentos básicos
a mucha gente necesitada. Un trabajo este que no resultaba tan rentable como
ahora pudiera parecer, porque, aparte de los peligros que corría, a veces,
tardaban en pagarle o sencillamente no le pagaban. Sin embargo, trabajadora
incansable, no decayó nunca ya que para ella era la única vía de conseguir
algún dinero que garantizara, en parte, la subsistencia familiar.
Los productos
que María comerciaba eran café, azúcar, arroz y chocolate. Para ello viajaba
continuamente. Marchaba a Ubrique, Montejaque y a Ronda para comprar la
mercancía y al día siguiente a Sevilla donde la vendía tras horas de ir de
sitio en sitio. Con el paso del tiempo, y debido a que «La Cortija» ya empezaba
a ser popular en todo ese ámbito, en Sevilla llegó a tener compradores fijos a
quienes repartía todo el porte que llevaba.
Los viajes, en
los insufribles autobuses de aquellos tiempos, se le hacían eternos agravando
la situación el ir cargada de bultos, que aumentaban las posibilidades de ser
descubierta por la Guardia Civil. Fue muchísimas veces registrada y sorprendida
con género oculto. En varias ocasiones le descubrieron paquetes camuflados en
cualquier parte del autobús y se lo requisaron. En no pocas veces fue, además,
multada.
Como los
autobuses eran vigilados continuamente por la Guardia Civil, María, como las
demás estraperlistas, se las ingeniaba para esconder los artículos. Entre otros
métodos, se confeccionaba unos tubos de telas donde introducía el café, por
ejemplo, y que después cosía a la faja quedándole un artilugio-prenda a modo de
canana que se ajustaba a la cintura.
A pesar de que
por la sociedad pudiente esta manera de ganarse la vida estaba muy mal
considerada, por la gente más llana estas mujeres estaban mejor vistas hasta el
punto de que, si se presentaba la oportunidad, las ayudaban. Tal es el caso de
algunos hombres que, a la llegada de los autobuses a Villamartín, rondaban
siempre por la parada y, por «cuatro perras» que recibían de ellas de vez en
cuando, las ayudaban a descargar los bultos. Tan conchabados estaban ya con
ellas que, en no pocas veces, cuando estos «maleteros» apreciaban que por el
pueblo había movimiento de la Guardia Civil acudían al Puente Judío y, con el
beneplácito del chófer, «que solía estar en el ajo», hacían parar el autobús,
recogían los bultos perseguidos y ellos mismos los trasportaban hasta su
destino. Ellas continuaban su viaje hasta el pueblo donde, al llegar a la
parada, pasaban el control de los guardias sin ningún problema. No pocas veces,
era el propio conductor el que escondía algún pequeño paquete de María en algún
hueco alrededor de su propio asiento donde entreveía que era más difícil que
rastrearan.
En otro de los
viajes le requisaron unos bultos. Como los civiles no consiguieron averiguar de
quienes eran los demás envoltorios que habían descubierto en el autobús, se los
atribuyeron a ella, la única que había reconocido llevar género escondido. Esto
le costó dos meses de cárcel por el elevado coste de la sanción impuesta a la
que no pudo hacer frente. Más tarde se supo que los referidos paquetes
pertenecían al propio conductor y al cobrador, que también aprovechaban la
tesitura para negociar. Entonces, estos dos hombres y demás mujeres
estraperlistas que coincidieron en aquel viaje, se solidarizaron con ella y
organizaron una colecta con la que reunieron la cantidad para pagar aquella
multa por la que María estaba cumpliendo condena. Claro que fue tanto el tiempo
que tardaron en juntar el importe, que la sanción ya había subido de precio,
por lo que «La Cortija» fue trasladada a Sevilla donde tuvo que seguir unos
meses más en prisión.
Pasada aquella
época tan crítica, el resto de los años fueron más tranquilos para ella aunque
no faltos de lucha y sacrificios. Sus días pasaron en la cocina, donde demostró
ser una buena cocinera; en las compras, era habitual verla caminar siempre con
paso ágil cargada con su cesta; ocupada en labores de ganchillo, algo en lo que
era una verdadera especialista y volcada enteramente con sus nietos y nietas
por quienes sentía especial devoción.
María, ya viuda, falleció el 20 de junio
de 1997 en una sala del hospital de Villamartín rodeada de sus hijos, nueras y
algunos de sus nietos. Precisamente uno de ellos, Antonio José, captó
perfectamente la admiración y cariño que todos le profesábamos plasmándolo
genialmente en el busto que preside nuestro salón desde su fallecimiento. Sin
duda alguna, la impronta que nos dejó perdurará por mucho tiempo.
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© del texto,
Juan Miguel Borrego Cortijo.
© de las
imágenes, familia Borrego Cortijo.
© de la
presente publicación, «Villamartín.Cádiz. Blog de Pedro Sánchez».
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