domingo, 30 de diciembre de 2018

El Villamartín de 1913 y su Feria Ganadera. Vivencias de una viajera inglesa

Una colaboración de José Luis Sánchez Mesa
Este trabajo es una traducción libre de varias páginas del libro My Spanish year (1914) escrito por Ellen Whishaw (Ellen Mary Williams de soltera), viajera y arqueóloga inglesa afincada en Niebla (Huelva), que visitó Villamartín durante la Feria Ganadera de septiembre de 1913. Lo que cuenta es tan interesante, tan increíble para nosotros, que a pesar de haber transcurrido poco más de cien años, nos parece que habla de otro pueblo, de otro país, de otro mundo. Es un relato que tiene sus claroscuros, cosas positivas y negativas de lo que vio en la Feria de Villamartín.

Parte del camino seguido por la viajera inglesa y su amiga Rosario, de Jerez a Algodonales,  trazado sobre un mapa de 1917 (Dirección General del Instituto Geográfico y Estadístico).

«Con mucho pesar me alejo del castillo [se refiere  a Arcos de la Frontera], fortaleza guerrera y ahora un jardín de rosas, naranjos, jazmines y geranios que se han convertido en arbustos con los años. Pero debí continuar hacia Bornos y Villamartín camino hacia Algodonales, donde tuve que cambiar la diligencia por el burro[1]. De esta etapa cuanto menos comente mejor. La mayor parte del camino era aburrido, muy polvoriento y el vehículo estaba totalmente lleno, porque era la víspera de la Feria de septiembre de Villamartín y la destartalada y vieja diligencia, construida para transportar ocho o diez pasajeros en total, tenía cinco caballos en lugar de tres, y al menos veintisiete personas iban hacinadas dentro, unos en el habitáculo interior y otros en el techo. Todos coincidían en que era demasiado peligroso y hacían bromas de este hecho; y como los cocheros españoles insistían en fustigar a sus caballos cuando se acercaban al inicio de un altozano, con el fin de tomar la próxima subida a la carrera, y el carruaje sobrecargado se balanceaba como un barco en una tormenta, fue casi un milagro que llegáramos vivos a Villamartín[2]. A pesar de todo llegamos e inmediatamente nos encontramos en medio de toda la diversión de la feria.

»La única fonda[3] del pueblo daba a la plaza principal de la localidad. El nombre adecuado de fonda (del árabe fondak[4]) en inglés es hotel, la fonda proporciona alimentos y camas para sus clientes; a diferencia del parador (lugar de parada), que sólo da camas a los viajeros que tienen que buscarse su propia comida y la posada, que es realmente poco más que un establo para animales con algún tipo de refugio para las personas propietarias de ellos.

En esa época había más fondas en Villamartín. El Anuario de Cádiz y su Provincia, de Ramón Vivas, además del acreditado Parador del Sol y algunas posadas, enumera: El Comercio, La Empresa, El León de Oro y La Victoria, estas dos últimas en la Plaza de Alfonso XIII, en una de las cuales se alojaría la escritora inglesa. (Anuncio Semanario La Voz de Villamartín).

»Nuestro «hotel» de Villamartín tenía sólo tres o cuatro habitaciones, carecía de sala de estar, la comida se servía en un pasillo a través del cual se pasaba de la calle a la escalera, se podría decir mejor una escalera de mano, que lleva hasta una galería abierta que contiene una de las prácticas y cómodas camas plegables llamadas catres, sin colchón; una silla con el respaldo roto y nada más. Desde allí una puerta estrecha conduce a una habitación pequeña pero suficiente que solo tenía una cama y un lavabo. No tuvimos más remedio que quedarnos allí. Los humildes amigos españoles con quienes estaba viajando hasta su casa en Algodonales, una madre y su hijo, insistieron en que yo ocupara el dormitorio, aunque con mucho gusto aceptaron mi invitación para compartir el lavabo. La madre dijo que ella podría dormir en el catre con una almohada de mi cama y el muchacho al lado, en el suelo, con su cabeza en mi bolsa de viaje. Cada rincón de la casa estaba lleno por la feria, e incluso este modesto alojamiento sólo lo podría tener por una noche. Aunque era una habitación pobre, la ropa de cama y las toallas estaban limpias, y pensamos que habíamos tenido suerte de haber conseguido al menos una habitación.

»Apresuradamente preparamos una almohada y una manta para que Rosario pasara la noche en el catre antes de ir a ver el pueblo, pero cuando volvimos, el catre, la almohada e incluso la silla de respaldo roto se los habían llevado para otro cliente, y mis pobres amigos tuvieron que sentarse abajo en la puerta de la calle y procuraron pasar la noche lo mejor que pudieron hasta que llegó el momento de partir. Sin embargo, la cosa no fue tan dura como parece pues a los españoles les encanta convertir la noche en día; su principal preocupación era que yo pudiera estar incómoda.

»Teníamos que tomar la diligencia de Algodonales, nuestro destino final, a las 3 de la madrugada, la amable Rosario estuvo de acuerdo en dejarme dormir hasta las dos, si eso fuera posible, teniendo en cuenta el incesante ruido de la calle principal a la que daba mi pequeña ventana. Me dormí, a pesar del ruido, y me desperté hallando que el sol inundaba la habitación, y con la ciudad despierta con los cabreros y sus rebaños, burros cargados con fruta y verduras, las mujeres con canastas de huevos y aves vivas atadas por las patas y cacareando con desesperación y una gran cantidad de potros, mulas, vacas, terneros, cerdos, ovejas y bueyes que iban desde el campo al recinto ferial; mientras, a lo largo de los paseos, pequeños puestos de dulces cubiertos de lona habían surgido como setas en la noche. Yo había dormido a pesar de todo el alboroto de la madrugada y la diligencia o no había salido a las tres o se había ido sin mí.

Para llegar a nuestro pueblo, la diligencia tuvo que cruzar el Guadalete por la pasada de Villamartín, ya que el puente de mampostería estaba inutilizado por las riadas, después tomar el camino de Bornos hasta la Tenería, subir la empinada cuesta de Los Areniscos y llegar a la Plaza por la calle del Santo o Los Postigos. Ya camino de Algodonales bajaría por San Juan de Dios. Resaltado en amarillo el gran recinto ferial ganadero. (Dirección General del Instituto Geográfico y Estadístico. 1917).

»Me levanté de un salto y abrí mi puerta, preguntándome si Rosario tampoco se había despertado a la hora señalada. Allí estaba ella con una taza de café para mí, tan alegre como siempre, pero su pelo rizado estaba despeinado y tenía un aspecto general desaliñado. La diligencia no se había ido. Algo andaba mal con las ruedas o el arnés, o los caballos o el conductor, nadie sabía exactamente qué pasaba; pero Rosario pensaba que la verdad era que probablemente el conductor quería hacer algún negocio en la feria. De todos modos la diligencia no había partido, y Rosario y su hijo habían estado sentados toda la noche en sus sillas, con varios forasteros de paso en el pueblo, que como ellos no habían podido conseguir cama.

»Cuando vieron que no me había enfadado por la demora, la madre y el hijo pronto se animaron y nos pusimos de acuerdo, ya que como teníamos que permanecer allí todo el día, intentaríamos pasarlo lo mejor posible. Rosario, después de lavarse y peinarse en mi habitación, parecía tan fresca como si hubiera dormido en su propia cama, y en cuanto al niño, estaba en la edad para disfrutar de cualquier cosa.

»El posadero se negó rotundamente a facilitarnos café o cualquier otra cosa para el desayuno, así que salimos y comimos buñolitos[5], un pastel especial muy frecuente por estas ferias, donde se instalan puestos dedicados a su venta. Mis amigos me llevaron al más grande y más alegre de los dos puestos que ya estaban abiertos, los cuales tenían cortinas de muselina blanca atadas en el centro con cintas de percal rojo y amarillo, lo mismo que los puestos de dulces en Siria.

»Un penetrante olor a aceite hirviendo saludó a nuestras fosas nasales mientras nos acercábamos y tal era el chisporroteo y el humo que apenas podíamos ver a la buñolera, una señora gruesa con una falda marrón, un delantal blanco y azul y blusa azul, con un pañuelo rojo pintorescamente anudado alrededor de su cabeza. Sin embargo, ella nos vio y rápidamente se dio la vuelta para servirnos el extraño producto de su cocina, una mezcla de harina y agua introducida en una churrera y vertida en una gran sartén enrollada en espiral mientras se freía hasta que fue hábilmente arrojada intacta en el plato. Los buñolitos son crujientes y tentadores y realmente deliciosos de comer, siempre que el aceite sea bueno y de la cosecha del año anterior; con el aceite nuevo tiene un detestable olor y sabor que sólo un nativo puede soportar. El aceite era bueno y la buñolera una artista. Comimos todo lo que pudimos. Yo comí casi tantos como mis acompañantes, pagando un céntimo por pieza.

Tres señoras acuden a la misa de la parroquia Ntra. Sra. de las Virtudes de Villamartín a principios del siglo XX. Su vestimenta concuerda en parte con la descrita en el texto. (Cristal de gran formato colección Rodrigo Sepúlveda. Imágenes de un Siglo II).

»Luego paseamos hasta la colina de la parroquia, era domingo y estaban diciendo misa. Muy pocas personas estaban presentes, un par de monjas, unas señoras envueltas en velos de gasa negros cayendo sobre sus hombros y sus rodillas, una elegante reminiscencia oriental que da dignidad a las rechonchas viudas viejas, dos o tres campesinos con pañuelos en sus cabezas y el habitual grupo de mendigos en la puerta. Pasé junto a éstos últimos sin problemas utilizando las fórmulas aceptadas, «Perdón, hermano, por el amor de Dios», o «Que Dios le ayude»; ambas frases significan que le dejas a merced de la Providencia porque uno no tiene piedad de ellos, siendo una cuestión de etiqueta en los círculos mendicantes españoles que se acepta como cortesía desgastada desde hace tiempo en lugar de dinero contante y sonante. La misa terminó unos minutos después de que nosotros entráramos, y cuando yo estaba en la puerta principal estudiando la arquitectura poco interesante de la iglesia, sentí de repente un dedo húmedo en mi frente. Fue una de las monjas, que notando que yo había olvidado hacer la señal de la cruz con agua bendita, la hizo por mí. Aprecié su buena intención, pero no con esta agua bendita en particular, pues la pila de mármol estaba cuajada de larvas de mosquito, cuyos progenitores pululaban alrededor de nosotros que estábamos parados allí cerca. Yo sabía que el agua bendita rara vez se cambia en estas iglesias, pero nunca había visto ninguna tan sucia como ésta.

»El sonido de unos instrumentos musicales nos sacó a la calle. Era la banda municipal haciendo una ronda por las calles principales para anunciar que la feria había comenzado. Era una banda mucho mejor que la que podamos encontrar en muchos pueblos ingleses de tamaño similar, y de hecho es bastante alto el nivel de las bandas de música aquí, un hecho que no puedo explicar, porque entre los aficionados prácticamente nunca se oye música concertada, e incluso cuando dos artistas cantan juntos en el escenario, en los teatros menores, es difícil que se concierten y canten al unísono. Esta banda ya había despertado al pueblo en su primera ronda a las seis de la mañana, cuando las campanas de la iglesia estuvieron sonando para la misa del alba, y ahora en cuanto la actuación llegó a su fin, una especie de rugido estridente de un tiovivo comenzó y continuó a intervalos durante el resto del día. Nunca había imaginado, mucho menos escuchado, algo como el ruido de la feria durante el día; pero lo peor estaba reservado para la noche.

»Faltaban muchas horas para la noche, sin embargo, antes de que esta cayese, y debo decir que las horas pasaban volando, aquella gente y los animales formaron una serie de cuadros en movimiento los cuales necesitarían el pincel de un Sorolla o un Zuloaga para ser plasmados. Uno especialmente me llamó la atención. Dos chicas guapas (y en la sierra por regla general la gente es muy guapa), ataviadas con preciosos vestidos estampados, con flores en su pelo negro brillante, montaban juntas en un caballo blanco cubierto con adornos brillantes bordados, como las imágenes del siglo pasado y todavía en uso en estas Sierras. Una chica iba sentada hacia un lado y la otra hacia el otro, con los brazos de una en la cintura de la otra, y un muchacho delgado con un sombrero cordobés redondo, una chaqueta de terciopelo marrón y unos zahones de cuero ricamente bordados, llevaba el caballo por un cabestro trenzado hecho de fibra de pita púrpura y blanca[6]. En un burro que iba al lado, iban colgadas todas las pertenencias de las chicas, que consistían en una caja casi tan grande como el burro, amarilla brillante, con pintura nueva que brillaba con su dorado bajo el sol de la mañana, equilibrada por un gran fardo atado en una envoltura de color carmesí y coronado por un haz de tallos de maíz, que sería el forraje del burro durante la feria. Fue un derroche de juventud, belleza, color y alegría que hubiera sido la ocasión de su vida para un pintor, pero tristemente ninguno estaba allí para inmortalizar la escena.

Posiblemente la escritora se refiera a este corralón usado como plaza de toros a principios del siglo XX, contiguo a la fragua del maestro Borrego y donde se pudo instalar el circo. Era de forma rectangular y como vemos en la imagen, por el terreno, inclinado. Para las corridas de toros, durante la feria, solía usarse una plaza portátil situada dentro del recinto ferial ganadero. (Col. Jesús Mozo Gutiérrez. Imágenes de un Siglo II).

»Por la tarde fuimos a ver un circo en la plaza de toros, y en consonancia con el rango y costumbre del pueblo, pagamos una peseta cada uno por lo descrito en el programa como una «localidad». Las «localidades» eran unos asientos, unas sillas de enea, que son vendidas nuevas por dos pesetas, pero que en esta ocasión los vecinos prestaron amablemente y traídas por medias docenas cada vez, conforme la parte de la audiencia más pudiente aumentaba. El espectáculo estaba anunciado para las cinco en punto, pero no comenzó hasta cerca de las seis, a la hora en que la sombra estaba llena, y las sillas casi habían rodeado el pequeño círculo de arena vallado para los artistas. Primero tuvimos un equilibrista con barba de una semana, vestido de satén carmesí y con medias rojas de algodón, que generalmente fallaba en sus acrobacias, pero que nunca falló en provocar aplausos. Continuó una señora joven muy maquillada a la que habíamos visto en la puerta tomando las entradas, y que ahora hacía malabares con cuchillos y cubos de madera, que casi siempre aterrizaban en el suelo en lugar de en la mesa; un payaso, con el mismo vestido de satén carmesí y medias rojas de algodón, que tocaba muy bien el violín, pero que era interrumpido por otro payaso con un cepillo de pluma, que paraba la música haciendo cosquillas en la nariz del violinista al tercer o cuarto compás, lo cual hacía reír con gran deleite a la audiencia; y luego otra señora muy colorada, que había pasado su primera juventud, que exhibió tres perritos adiestrados bastante tristes.

»Un acróbata, de nuevo vestido con el mismo vestido de satén carmesí y medias rojas de algodón, vino después de grandes preparativos y pruebas de cables a actuar en el trapecio. Parecía que había algún problema para empezar, que el acróbata nos explicó con una dulce sonrisa, y era que nos habíamos sentado, algunos de los asistentes, justo debajo de su plataforma de despegue. Así que nosotros y nuestros vecinos inmediatos recogimos nuestras sillas y nos retiramos, mientras que el acróbata hizo algunas bonitas piruetas. El equilibrista sin afeitar reapareció, ahora vestido con un chaleco de piloto y pantalones marrones y descubrimos que lo que la publicidad llama una «carrera de automóvil» estaba a punto de empezar. Era en realidad un asunto de «rizar el rizo», pero de hecho era simplemente dar volteretas El artista parecía demacrado y nervioso mientras examinaba sus cables y poleas.

»Al retirarse el trapecio nosotros mismos nos habíamos plantado inconscientemente justo donde el «automóvil» nos iba a atropellar; nadie había avisado ni indicado que era una zona peligrosa. Ninguno esperó a que nos dijeran que nos retirásemos. Tan pronto como vimos al audaz chófer subir al andamio y nos dimos cuenta de lo que iba a suceder, nos levantamos y salimos corriendo como conejos asustados, aunque no nos olvidamos de llevar nuestras sillas. La banda empezó a tocar un baile gitano poco apropiado al momento, el acróbata volvió abajo, y nos instalamos en nuestros asientos con un suspiro de alivio ya que él y nosotros habíamos escapado con vida. Pero tampoco ésta fue la última vez que nos trasladaron, el final fue un teatro de pantomima, en la que la señora de mediana edad interpretó el papel de la heroína; con una larga cola que ella agarraba cuidadosamente; la otra dama interpretó a la joven amante con unas mallas de color amarillo y una capa roja; y el acróbata, los payasos y el gerente, todos con gorras rusas y blusas adornadas con piel de conejo sobre sus pantalones de todos los días, lucharon cada uno según su papel contra el verdadero amor; y el acróbata corpulento con una capucha escarlata con cuernos vistiendo el mismo vestido de satén carmesí y medias rojas de algodón, apareció como un diablo amable e hizo toda la mudanza de los muebles para distraer la atención del resto de la compañía de las payasadas de los amantes. El diablo terminó dejando una gran cantidad de fuegos artificiales justo enfrente de las «localidades», y esta vez nos levantamos y corrimos sin tener en cuenta nuestras sillas. Sin embargo, no era tan peligroso como parecía, porque los fuegos artificiales se apagaron de inmediato, y yo estaba tan débil por la risa que ni siquiera pude correr cuando una chispa estalló bajo mi nariz.

»Todo el centro del anillo había sido invadido por un enjambre de jóvenes de ambos sexos de la clase campesina, que obviamente no habían pagado una peseta por la entrada. El manager, que tenía un gran bigote a lo emperador William enrollado hasta las cejas, pedía a intervalos de forma educada que se retiraran y no molestaran a las damas. Se retiraron muy educadamente, para volver otra vez en el momento que él se daba la vuelta. Cuando el circo se acabó esta parte del público enseguida bloqueó la única salida y gracias a eso pudimos ver la parte trasera del escenario de la increíble pantomima. Una sábana de lona pintada estaba en el extremo, sostenida por una misteriosa ley de cohesión, porque soportes visibles no tenía ninguno; y como el diablo rojo, que debería pesar 100 kilos, saltaba dentro y fuera de la ventana sin derribar nada, será siempre para mí un misterio irresoluble.

»La fonda estaba peor que nunca esa noche, nos advirtieron que deberíamos, quisiéramos o no, salir en la diligencia de la noche, porque un viajante había contratado mi habitación y se quería ir a la cama cuando la caseta de feria del Casino Comercial cerrara a las 2 de la madrugada. Pero la diversión de la Feria aún no había terminado para nosotros, y la pequeña ventana que da a la plaza principal se convirtió para mí en una especie de palco real en la ópera, con música y todo. A las nueve en punto comenzaron, debajo de mi ventana, los fuegos artificiales. Otra cosa que nunca he entendido es por qué los fuegos artificiales españoles, incluso en remotos pueblecitos como Villamartín, siempre son buenos; y cómo es que cada pueblo logra mantener su propia fábrica de fuegos artificiales. Pero la profusión de dispositivos en los círculos entrelazados de arabescos me lleva a sospechar un origen árabe para esto como para tantas tradiciones populares en España. Los fuegos artificiales de Villamartín eran hermosos, diferentes a los de las grandes ciudades sólo en cantidad, no en calidad, y la escenografía era bastante más atractiva a la multitud, cuyos instintos heredados sabe apreciar el arabesco en el arte.

Posiblemente la película de cine se proyectara en la misma Plaza y más al estar precedido por una interpretación de la banda. En esta imagen de la década de 1910 vemos los tres palos que sostienen recogida una tela blanca usada como pantalla para las proyecciones. (Col Jesús Mozo. Imágenes de un Siglo III).

»Después de los fuegos artificiales hubo cine, que fue acompañado por la banda, cuyo repertorio consistía en seis canciones, muy bien interpretadas, que habían estado repitiendo a intervalos durante todo el día. El público vibraba muy entusiasmado con las imágenes en movimiento, y gritaba, y se reía, como si fueran niños, y aplaudía al fugitivo que molestaba a cada uno que encuentra y se escapa de sus perseguidores, al amante ilícito que se esconde bajo la mesa y da la vuelta con el fin de derramar la sopa en el regazo de la señora y a todos los rancios y viejos chistes que parecían ser nuevos para estos sureños poco sofisticados. No había ningún riesgo de que nos durmiéramos y perdiéramos nuestra diligencia. Nadie, sino un sordomudo, podría haber cerrado un ojo en la plaza principal de Villamartín esa noche.

»Después de la medianoche, cuando el cinematógrafo cerró, me acosté imaginando que podría dormir un poco; pero el clamor de las voces de ninguna manera disminuyó. Por el contrario, según avanzaba la noche comenzó a aumentar cada vez más fuerte, hasta que se convirtió en un estruendo tremendo. De vez en cuando se hacía el silencio durante unos minutos, hasta que una voz de niño gritó algo que yo no pude escuchar, y entonces de nuevo comenzó peor que nunca, todavía agradable, pero pareciendo cada vez más impaciente, como si el autocontrol de la multitud se fuera agotando rápidamente. Por último, sobre la una y media, se oyó un lejano ruido como un trueno, que se hizo oír por encima de todo el estruendo humano, y entonces la multitud parecía estar completamente loca, gritando y gritando como si hubieran abierto el manicomio. De todos modos, ya era la hora de prepararme para partir, así que me levanté de mi cama sin dormir y me fui a la ventana. Entonces vi lo que era todo. Era el encierro, el traer y meter dentro los toros para la corrida del día siguiente. En este caso no eran toros adultos; eran dos novillos y el resto de las futuras víctimas vaquillas. Organizar una corrida de toros cuesta una buena cantidad de dinero, y Villamartín es un pueblo pequeño y no especialmente rico: los toreros aquí tienen que conformarse con una vaquilla barata o un «yarlin» como dicen en Devon[7].

»Al escuchar los gritos de alegría cuando aparecieron, uno habría pensado que todo Villamartín había salido a recibir a los novillos, pero en realidad todo Villamartín, excepto los más revoltosos, se había ido hacía largo rato a casa a dormir y la multitud vociferante estaba formada por unos pocos hombres de edad madura, económicamente interesados en las corridas de toros, una multitud de niños y muchachos, y las clases trabajadoras, porque los respetables hombres trabajadores y sus familias no aprueban esta fiesta. Estos dos elementos del sistema social español en la actualidad forman la inmensa mayoría de quienes aún apoyan lo que se llama la Fiesta Nacional. ¡Sin embargo los turistas imaginan que representan a la nación! Así es reconocido por las clases gobernantes que la corrida ha dejado de interesar a mucha gente, excepto al populacho y aquellos para quienes, de una forma u otra, es una fuente de ingresos. Ha habido intentos legislativos para prohibir las corridas el domingo, porque si sólo tuvieran lugar en los días laborables, a las clases populares, a la clase obrera le resultaría difícil asistir al perder el salario de un día, y esta fiesta brutal pronto llegaría a su fin. Pero los intereses creados son tremendamente fuertes y el capital tiene un gran poder en España; así que las corridas continúan y los turistas van a verlas, y los reformadores sociales españoles se encogen de hombros cuando se les dice por parte de los extranjeros que el primer paso para la reforma social en España debe ser la supresión de las corridas, que el dinero de los extranjeros en gran medida ayuda a seguir adelante, y que su mera presencia se supone por los aficionados para expresar aprobación.

Magnífica fotografía, procedente de un «cristal», que muestra un encierro en la calle del Santo (año 1899), aunque en este caso se corresponde con las fiestas de Santiago y Santa Ana en el mes de julio. (Col. Rodrigo Sepúlveda. Imágenes de un Siglo I).

»Pero esta es otra de las tragedias de España, y Rosario y su hijo, que odian hasta la palabra «corrida», aunque son meros campesinos y nunca han oído hablar de la Sociedad para la Prevención de la Crueldad a los Animales, no hablaban acerca de eso aquella noche conmigo, mientras observábamos el paso tumultuoso de una novilla particularmente brava por la Plaza debajo de mi ventana. Dejando de lado consideraciones humanitarias, fue una pintoresca vista, de las víctimas del día siguiente, rodeadas y dirigidas por media docena de cabestros con cencerros en sus cuellos. Todos iban precedidos y seguidos por los garrochistas, los ganaderos de toros bravos, con sus sillas de montar de altos picos y estribos cuadrados grandes, que llevaban unas varas largas con puntas de hierro, lo cual forma el muy efectivo grupo de postal que pretende representar la vida de cada día en España. Algunos del populacho habían ido al encuentro de esta especie de procesión con antorchas, y con estas todavía ardiendo el público aumentó, haciendo curiosas luces transversales amarillas cuando estaban bajo el brillo del alumbrado público del pueblo.

»Me han dicho que una vez se propuso poner una sucursal de la Sociedad para la Prevención de la Crueldad a los Animales en Madrid, y que con el fin de obtener fondos se organizó ¡una gran corrida! Yo no sé si Ben Trovato es el responsable de esta historia, aunque el bien conocido cuentista italiano podría estar orgulloso de ella[8]. Recuerdo también un sacerdote británico de ideas religiosas fundamentalistas, que en un almuerzo-fiesta contó con detalles realistas, de cómo fue destripado un caballo y de las heridas sufridas por un torero que él había presenciado, adornado con las habituales expresiones de horror hacia la innata degradación de una nación que apoya estas barbaridades. Alguna persona presente comentó que creía que el obispo de Gibraltar prohibió a sus capellanes que asistieran a las corridas; a lo que respondió el cura ingenuo: «Ah, pero sepa usted que fui sin mi tirilla de cuello sacerdotal [clériman o alzacuello]»; la inmoralidad de la observación cerró la conversación.

»No lamenté, en términos generales, que llegara el momento de partir hacia Algodonales. Yo nunca había oído tanto ruido prolongado y sin control realizado por seres humanos antes, y aunque todo esto me había divertido no me importa si no vuelvo a oír un ruido tal de nuevo. Cuando iniciamos nuestro camino, a través de la plaza brillantemente iluminada, la mayor parte de la multitud parecía estar borracha, pero estuvieron civilizados hasta el final, y con buen humor se apartaron a un lado para hacernos sitio entre el gentío y así poder acceder a la calle donde la diligencia nos esperaba. No hace falta decirlo, nosotros éramos los únicos pasajeros que deseaban abandonar el pueblo en ese momento.

Entrada a mi blog e ilustrada con imágenes de mi colección, basada en el artículo publicado por José Luis Sánchez Mesa en el Libro de Feria de 2015. Ayuntamiento de Villamartín.

Agradecimientos. A Francisco Torreira por su aportación en la traducción.

Más información sobre la autora del texto en inglés Elena Whishaw. Enlace.

Versión de esta entrada montada en PDF. Enlace.

© Texto original en inglés: My Spanish year. Autumn (Mi año español. Capítulo Otoño). Digitalizado por Internet Archive. Original de la Universidad de California.


© de la traducción, José Luis Sánchez Mesa.
© de las imágenes, lo señalado en los pies de foto.
© de la publicación, «Villamartín.Cádiz Blog de Pedro Sánchez».



[1] Ya en Algodonales, nuestra escritora y arqueóloga, conocida como «la inglesa de Niebla», usó un burro para moverse por la Sierra, visitando entre otros lugares Zahara de la Sierra.

[2] Tuvo que ser una de las últimas diligencias de caballos que circuló, ya que en 1913 se crea la Sociedad de Automóviles de Villamartín, que pronto adquiere dos ómnibus para esa y otras líneas (Portillo Ramos, J.J. Pioneros del transporte público en Villamartín. Libro de Feria. Ayuntamiento de Villamartín. 2017).

[3] Las palabras en cursiva están escritas en español en el original.

[4] En principio, el origen de la palabra está en el griego πανδοχεον, después pasó al árabe como funduq, posteriormente una variación marroquí lo dejó en fendeq que se actualizó a fondac.

[5] Buñuelos o más posiblemente churros por la descripción posterior.

[6] [Comentatio hecho en el texto original]. Estas prendas, que son comúnmente usadas por los campesinos, son simplemente una especie de delantal dividido de cuero, que cubre la parte delantera del cuerpo desde la cintura a los pies.

[7] «Yarlin», en el argot del condado de Devon, se emplea para designar a los toros jóvenes.

[8] Parece hacer referencia al proverbio italiano «Se non è vero, è ben trovato», que podría traducirse como «Si no es verdad, por lo menos está bien inventado».

1 comentario:

  1. Pedro, gracias por darle nueva vida a esta colaboración que escribí para la Revista de Feria de Villamartín.
    Además de eso, la has mejorado con tus fotos y con otros detalles como las referencias bio y bibliográficas de la autora y otros detalles.

    ResponderEliminar